El de aquí abajo es un artículo aparecido en BABELIA, suplemento cultural de El Pais, el 26-04-2008. Me lo encontré por azar este domingo pasado por la noche, tras regresar de pasar unos días en La rambla de Oria –gracias, Guillermo- y ver cómo el tiempo se detenía debajo de una higuera, en un campo de ajos tiernos, en las cuestas que dan acceso a los pueblos, en la caza nocturna de gamusinos, en el pedalear cadencioso de las bicicletas entre formaciones calizas y sedimentarias, entre paredes moldeadas por siglos de lluvia y aluvión, en el viraje sosegado de la luz a lo largo de todo el día, en el cielo inundado de estrellas, en el acto sacramental de la comida en una mesa de madera maciza. Allí se acentuó en mí la sensación de ausencia de tiempo, de tempo, de sosiego en la vida cotidiana. Son tantos los estímulos, tantas las llamadas, tantos los libros, los mensajes, los videos, los lugares, las personas, las canciones, los pintores, que al final una creciente sensación de incompletitud generalizada se apodera de uno. Hemos confundido la abundancia con la profundidad. Yo no recuerdo ver nunca a mi abuela con una ansiedad de conocimiento, con falta de tiempo para leer o para averiguar quién era tal o cual artista. Vivía, y en el acto estaba ya su velocidad, su acompasamiento a las horas del día, a los biorritmos y al sentido común. Pero nosotros, nuestra generación o nuestro tiempo, tiene un problema de sobrerrevolución. Anoche paré el coche en segunda fila, ocho de la tarde, junto al supermercado –supermercado que está junto a mi casa, casa en la que tengo plaza de garaje...- para entrar rápido, comprar cuatro cosas y salir rápido también. Es un lugar en el que se conserva cierto aire de barrio, y las cajeras hablan indiscriminadamente con los clientes mientras te pasan la compra por el lector láser. La de ayer me comentaba que íbamos locos –el chico de delante de mí en la caja se acababa de dejar uno de los productos que había comprado olvidado-, comentario al que yo respondí haciendo alusión a la hora que era, la salida del trabajo y el inminente cierre; pero ella dijo que no, que era así por la mañana, al mediodía, por la tarde y al final de la jornada, y que cuando no era el horario del colegio era el partido de fútbol, y si no la hora de la comida. En definitiva, hizo un análisis sociológico en el tiempo que tardó en prepararme la cuenta, mientras yo pensaba que mi coche estaba en segunda fila dificultando el tránsito de la vía, con el agravante de que mi garaje está a 100 metros.
Mientras escribo esto tengo el rumor debajo de que he de acabarlo pronto para hacer otra cosa, algo de índole productivo, o para averiguar quién fue Poussin, o para leer a Auden, al que también apunta constantemente Jaime G. de B., o para rescatar a Cheever de la estantería en la que yace desde hace dos años, mirándome, mirándonos, pero sin transitarlo. Y así ad infinitum, cual Sísifo postmoderno.
A Antonio fue un placer volver a encontrarlo, siempre lo es. Cada día más su anacronismo se me hace más evidente, y me gusta más.
Poussin junto al parque
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Por segunda vez en las dos últimas semanas he cruzado el parque para ver en el Metropolitan los mismos cuadros de Poussin. La otra vez casi la única mancha de color entre las arboledas todavía grises era el amarillo de la retama, idéntico al que yo había dejado atrás en Madrid unos días antes. Hoy ya hay brotes de un verde muy claro en las puntas de las ramas de los arces, como llamas de savia ardiendo en los extremos de los brazos de grandes candelabros, y a lo largo del sendero junto al lago por el que pasan los corredores ha estallado ya la tempestad inmóvil como de nieve rosada de los cerezos en flor: de pronto el blanco ciega, relumbrando al sol, copas enteras de flores blancas y pétalos cubriendo densamente la tierra.
A media mañana, en la escalinata del Metropolitan, la gente toma el sol con una indolencia de domingo populoso de verano en la playa. Pero no es verano, por fortuna: es la frágil, la breve primavera de Nueva York, con el aire despejado por las brisas de los dos ríos y del océano cercano, con esa "luz fluvial" que amaba tanto John Cheever, especialmente delicada a la hora fresca de la mañana y un poco antes de la caída de la tarde. La primavera llega de pronto y se va enseguida, desbaratada por regresos del frío o por temporales de lluvia, por días grises de viento; puede volver uno o dos días, casi nunca una semana entera, y de cualquier modo lo que llegará sin remedio será el verano pegajoso, en el que la ciudad se convierte, según Herman Melville, en un "Babilonian kiln", un horno de alfarería babilonio, o en un puerto monzónico.
La conciencia de la fragilidad de la dulzura de estos días los vuelve más valiosos. Tal vez también me permite disfrutar con atención más alerta los paisajes que pintó Poussin en su madurez: los cielos azules reflejados en lagos serenos, el sol ligeramente dorado de la media tarde alumbrando el costado de un templo clásico o de una fortaleza, filtrándose entre las hojas de los árboles gigantes que vuelven más pequeñas por comparación las figuras humanas. Hasta ahora yo tenía una idea más bien vaga de Poussin: paisajes más o menos abstractos y templos en ruinas, breves escenas mitológicas o pastorales punteando casi como anécdotas los esplendores de una naturaleza idealizada. Lo más común es mirar distraídamente, escuchar teniendo el pensamiento en otra cosa. La atención verdadera, incondicional, asombrada y al mismo tiempo reflexiva, reposada, paciente, la que requiere cualquier arte, en realidad la ejercemos muy de tarde en tarde. Saturados de imágenes, no miramos ninguna; asaltados de la mañana a la noche por músicas banales, raramente nos paramos a escuchar con los oídos abiertos; la fatua convicción de que nos sabemos las grandes obras de la literatura o del cine no nos deja entregarnos generosamente a ellas.
En el Metropolitan, una mañana de este abril, yo empiezo a mirar de verdad a Poussin. Empiezo a descubrir que esa quietud de sus paisajes, que me aburría por anticipado, tiene siempre el contrapunto de la fugacidad del tiempo, la amenaza latente o explícita no ya de la lenta ruina de las cosas sino de la irrupción de la desgracia. En uno de los cuadros Orfeo toca su cítara en presencia de unas cuantas figuras que le prestan atención o que miran a otro lado, y un poco más allá la vida común prosigue indiferente a su música, que se disipará débilmente en el aire. Un personaje femenino se vuelve hacia algo que le provoca un gesto de pánico: tenemos que mirar con mucho cuidado para comprender que esa mujer es Eurídice, y que lo que sólo ella ha visto -pues nosotros permanecíamos tan distraídos como los otros personajes, o como el mismo Orfeo, sumergido en el egoísmo de su arte- es la serpiente que ya repta hacia ella y que dentro de un instante la matará con su picadura. En medio de la normalidad sobrevienen el dolor y la muerte, invisibles para aquellos que están muy cerca y no los sufren. A un paso del drama más atroz hace un tiempo sereno y la gente se atarea en sus cosas; y ni siquiera el que más va a sufrir intuye lo que ya ha empezado a sucederle.
Ese azul puro de Poussin se parece al que había en la ciudad la mañana del 11 de septiembre de hace casi siete años, al mismo tiempo que una noche sofocante de ceniza y ruina dominaba el vecindario de las Torres Gemelas. Los mismos azules reflejados en lagos quietos como espejos, las mismas amplitudes que parecen serenas y son en el fondo sólo indiferentes, se ven en otro cuadro aún más misterioso, cuyo mismo título ya da un poco escalofrío, Paisaje con un hombre muerto por una serpiente, que viene de la National Gallery de Londres: un hombre huye, pero no sabemos de qué, una mujer extiende los brazos en un gesto de pánico: en un ángulo sombrío, en la parte menos llamativa del lienzo, hay algo que parece una confusión de ramas o raíces enredadas, y es la gran serpiente pitón que acaba de asfixiar a su víctima. Sólo un poco más allá unos pescadores reman en una barca; más lejos todavía hay una fortaleza, y más allá una ciudad, y mucho más lejos unas cimas nevadas. Ni el sonido de la música ni los gritos de terror se escuchan a una cierta distancia. Cuando vuelva a casa buscaré ese poema de Auden, Musée des Beaux Arts: "Acerca del sufrimiento no se equivocaban nunca / los Antiguos Maestros: qué bien comprendían / su humana posición; cómo sucede / mientras alguien está comiendo o abriendo una ventana / o sólo caminando aburridamente"...
Mirar enseña a mirar. Hoy me fijo en detalles que la otra vez no supe distinguir; puedo apreciar mejor juegos de correspondencias entre parejas de cuadros que fueron pintados para verse juntos, y que ahora vuelven a colgarse en la misma sala después de siglos de separación. Al lado del Paisaje de Calma del Museo Getty de Los Ángeles está el Paisaje con una tormenta del Museo de Bellas Artes de Rouen: en la vida son igualmente posibles el paraíso y el infierno, la tarde que parece detenida en una serenidad suprema y el día que se convierte bruscamente en noche, en tempestad, en una naturaleza pavorosa que no tiene el menor miramiento hacia las diminutas existencias humanas. Pero la tarde de felicidad avanza hacia la noche; cuando termine la tormenta que parecía anunciar el fin del mundo el aire estará más limpio y las cosas se distinguirán en la distancia con una nitidez diamantina. Y todo, en cualquier caso, deberá ser apreciado, no habrá disculpa para la distracción ni para el tedio cuando la vida es tan breve y la felicidad tan precaria: el trabajo minucioso del pintor es una lección moral. Cualquier matiz, cualquier presencia mínima, son necesarios en la armonía frágil de las cosas. A la salida del museo, Central Park es un paisaje de Poussin con fantásticas arquitecturas azuladas que se reflejan en el agua inmóvil de un lago.
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