Buscando alguna crítica en la red de la película Yo serví al rey de Inglaterra, llegué a este artículo publicado en El Pais el 26 de julio de este año. La firma Manuel Rodríguez Rivero y no tiene desperdicio en su recorrido zigzagueante. A partir de aquí he ido hilado un traje que colgaré por partes, pues es largo. Lo he titulado los calcetines de Zaplana –el motivo lo descubriréis más adelante-, e irá por entregas.
La película (aquí tenéis el tráiler en español) es una rara avis de las que de vez en cuando nos visitan –Cines Astoria, Alicante- y ante la cual tenía ciertas expectativas -en otra entrega contaré por qué-, pero jamás imaginé todo lo que me iba a dar. Su director hace tiempo que dejó la juventud, aunque la frescura de su obra hace recordar eso de que la juventud no entiende de edades. Su explícito homenaje al cine mudo; la magistral dirección; el sentido del ritmo; la ausencia de pose; el fino humor; las interpretaciones maravillosas; un guión tras el que se adivina un texto sólido (de Hrabal, novelista checo del que el director, Jiri Menzel, adaptó varias novelas y las llevó a la pantalla); la fotografía, bella pero no ampulosa; en definitiva, una película de elevada calidad con un aire extraño: cine de otro tiempo.
El artículo del que hablaba:
Interminable continuidad de los parques.
Así brama Miqueas (2, 1-5), profeta de Judá: "¡Ay de los que en sus camas piensan iniquidad y maquinan el mal, y cuando llega la mañana lo ejecutan, porque tienen en su mano el poder!". La cita podría aplicarse, mutatis mutandis, a las historias que inventa cada noche durante sus insomnios el escritor septuagenario y recientemente viudo August Brill, que está pasando la convalecencia de un grave accidente en casa de su hija (recientemente divorciada) y de su nieta (cuyo novio ha sido asesinado en Irak). Alguien que inventa cuentos en la casa del dolor para no tener que pensar en el horror de la vida. Uno de esos relatos sin destinatario tiene como protagonista a Owen Brick, un mago neoyorquino que, repentinamente, se ve inmerso en unos Estados Unidos en los que no ha ocurrido el 11-S y que se encuentran desgarrados por una nueva y devastadora guerra civil: un universo creado que imagina (según el modelo implícito de Sheherezade) para no tener que enfrentarse con otras pesadillas. Mundos paralelos contenidos infinitamente en éste, según pensaba Giordano Bruno (¿vía Borges o viceversa?). La tarea asignada a Brick en el otro lado del espejo es eliminar al demiurgo que ha creado ese mundo de espanto al que él mismo ha sido transportado, lo que me trae a la cabeza aquella obra maestra de folio y medio de Julio Cortázar que se llama 'Continuidad de los parques' (en Final de juego, 1964). En Un hombre en la oscuridad conviven, en todo caso, lo mejor y lo más cargante de Paul Auster, uno de esos grandes narradores literarios de referencia de los que hay que leer lo bueno y lo que, aun no siéndolo tanto, sigue teniendo el listón tan alto que venga Dios y lo ponga. La novela, que he leído en cinco horas de insomnio (y sin Mario), mientras convalezco del verano madrileño, la publicará Anagrama en septiembre. Prepárense a robarle tiempo al sueño para devorársela en una sola noche. Así es Auster, queridos. Mi suerte ha sido tener mala suerte, declara el pequeño ex camarero Jan Díte en el incipit de Yo serví al rey de Inglaterra, la adaptación cinematográfica de la estupenda novela homónima (Destino) de Bohumil Hrabal (1914-1997) realizada por Jirí Menzel, quien ya había llevado a la pantalla otras obras del célebre autor checo. A lo largo de una vida -que se proyecta sobre el telón de fondo de la historia de Bohemia, desde la Primera República hasta los años sesenta- Jan Díte sólo ha tenido una obsesión: codearse con los poderosos, llegar a ser uno de ellos. A diferencia de la torrencial novela en la que se basa -y que inicia cada bloque narrativo con la expresión, característica de los relatos de cantina, "prestad atención a lo que os voy a contar ahora"-, la película de Menzel relata la epopeya grotesca del camarero a partir de núcleos dotados de especial significación. Díte se aproxima al triunfo anhelado cuando, tras la nazificación de los Sudetes y la creación del protectorado de Bohemia y Moravia, contrae matrimonio con la también pequeña Lisa, una entusiasta profesora alemana de educación física que regresa del frente con un tesoro con el que el antiguo camarero, convertido finalmente en millonario, puede montar su propio hotel de superlujo. Pero Lisa muere y -ay- los comunistas de Gottwald (1948) envían a la cárcel a los millonarios. La reflexión de Díte con la que se inicia la película y desencadena su memoria tiene lugar tras su salida de prisión, cuando, enviado a la ahora despoblada región de los Sudetes, el antiguo aprendiz de arribista empieza a reflexionar sobre el sentido de su vida. Pero Menzel, como Hrabal, es un contador rabelesiano: el humor negro, las situaciones grotescas, el sentido de la ironía y la irrisión coexisten con enormes dosis de ternura hacia los personajes (todo lo contrario de lo que preconizaban los corifeos del socialrealismo que obligaron a Hrabal a publicar clandestinamente sus obras en forma de samizdat) para componer una fábula moral con significado universal. Si les gusta Hrabal, no se pierdan esta digna película europea a la que, por cierto, la crítica ha prestado muy poca atención. Claro que el pobre Díte no es precisamente un superhéroe, que es lo que se lleva. Hace varias semanas que no coincido en el gimnasio con el señor Zaplana. Se conoce que en su nuevo trabajo en Telefónica tiene menos tiempo libre para machacar su fibroso cuerpo que cuando era portavoz del principal partido de la Oposición, antes de que dimitiera de sus cargos "para fomentar la renovación" en la terra mítica de su grupo. O tal vez sea que su nuevo sueldo le permite mantener un completo gimnasio privado en cada uno de los despachos que ocupa, lo que le resultará más conveniente, supongo. Pero lo cierto es que, tras unas semanas de extrañeza por su ausencia (cuando acudía a entrenar, sus impecables calcetines de Ralph Lauren formaban parte tan consustancial del paisaje de la sala de musculación como el brillo de las mancuernas), en las que he echado de menos sus nerviosas maneras, ya casi no me acuerdo de él. Sobre todo porque mi atención se ha desplazado a la señora Curri Valenzuela. No es que la presentadora de Alto y Claro también acuda a mi gimnasio, sino que suelo mirar (con creciente estupor) su programa matutino mientras camino en la cinta andadora a razón de 6,4 kilómetros por hora (250 calorías por ejercicio: me da para un johnnie walker aguado). De los siete monitores dispuestos para solaz de los aeróbicos andarines siempre termino dirigiendo la atención (y los auriculares) al que da cobijo a la tertulia dirigida por la susodicha dama, a quien, a tenor del sesgo que imprime a su programa, no le iría mal el marbete de señora Cuantopeormejor. Y eso que, al lado del talante que exhiben algunos de sus contertulios, doña Curri podría pasar fácilmente por espartaquista. Tengo que acordarme de enviarle, sólo como motivo inspirador, España es mi madre (Península), un pequeño volumen que recoge (además del prólogo de Hilari Raguer) el capítulo quinto (titulado '¡Viva España!, ¡Arriba España!') de la obra homónima de Enrique Herrera Oria (1885-1951), el hermano fascistón del famoso Ángel Herrera, fundador de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, director de El Debate y, posteriormente, obispo de Málaga. En todo caso, la señora Valenzuela ya ha entrado en la amplia nómina de autores que publican en razón de su tirón mediático, algo que Temas de Hoy ha convertido desde hace años en una muy rentable especialidad. Por eso, y tras el succès de scandale (entre la derecha más rancia) de sus 100 personajes que hunden España, el mencionado sello planetario repite en septiembre con Sola, una narración (aquí el que no corre, novela) "sobre una mujer valiente que logró recuperar todo lo que la Guerra Civil le había arrebatado". Corren rumores de que Harold Bloom y Marcel Reich-Ranicki ya han solicitado sendos ejemplares dedicados.
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