perezosamente como nubes


LA BABA Y EL CARMÍN

Carlos Castán


Me vi por ahí despacio,
en la nada de mí.
Me vi por la espalda
y estuve a punto de atraparme
me vi, me vi.

(MARINA OROZA. Nada de mí. Pulso de vientos)


A veces te encuentras gente por los bares y sólo con verlos ya te das cuenta de que están viviendo como una especie de propina en la que hasta hace unos días no creían ni ellos. Tipos recién salidos de una estancia eterna en cualquier hospital, gente de rostro verdoso, que habían empezado a despedirse ya de todo, que se habían visto a sí mismos dentro de una caja de madera, y que, contra pronóstico, respiran de nuevo ahora el aire de la calle. Caminan despacio y miran las cosas como por primera y última vez al mismo tiempo, como si se asombraran de todo cuanto ven mientras le dicen adiós. A veces entran a las cafeterías a pedir un zumo o un descafeinado con leche al que dan vueltas con gestos muy lentos. Toman medicamentos que hacen que se les escapen las lágrimas con la cosa más nimia: un juguete abandonado en el suelo, un violinista callejero, la forma de una nube o cualquier palabra escuchada al azar en una esquina. Jurarías haber leído ya su esquela en alguna parte, de no ser porque ignoras su nombre. Llevan en los brazos marcas de esparadrapo y apenas hablan con nadie, miran diferente y se les ve a la vez dichosos y asustados. Les molesta el sol y el ruido de los coches o los niños, pero se aferran a ello con todas sus fuerzas, a ese mundo recién recuperado de frenazos y carcajadas, al bullicio y al trajín nervioso de una mañana de diario en la ciudad, porque los vivos, a fin de cuentas, son ese ejército, sucio pero palpitante, del que quisieran a toda costa volver a formar parte. Una oscura integrante de esa legión cadavérica me pareció Alba cuando, después de siglos sin verla, se me acercó por detrás, me tapó los ojos con sus dos manos y me preguntó: “¿Quién soy?”

Yo acababa de salir de unos almacenes con mi cargamento de música, películas y libros para afrontar el verano. Es una vieja costumbre desde los tiempos de la universidad, justo después del último examen de junio, todavía bajo los efectos de las centraminas, me metía en la librería Aquilea y salía sin un duro y cargado de novelas. Esta vez me había dejado en ello prácticamente toda la paga extraordinaria y estaba de pie en la acera disfrutando el momento de quitarles el celofán a los discos y empezar a curiosear por dentro algunas de las carátulas. Son unos instantes que oscilan a toda velocidad entre el entusiasmo ante el festín que se avecina y la culpa por haber gastado demasiado dinero, y exige cierta intimidad esa liturgia. Ahí soy como un perro arisco que come, no puede haber nada peor que alguien preguntándote qué has comprado y por qué, diciendo cosas como creía que ese libro ya lo habías leído hace años o no me jodas que te gustan Los Secretos o yo me lo habría bajado todo de internet. Conocí la voz de Alba a la primera, y noté el olor a orina de los dedos que me oprimían los ojos. A veces los pensamientos son tan rápidos que no traen ni palabras y yo en ese instante me sentí a la vez atrapado y perdido.
Tras fingir que la sorpresa tenía algo de alegre después de unos cuantos años sin vernos y que era merecedora de cierta celebración, nos metimos a tomar algo en el bar más próximo, donde me puso al día de las últimas novedades, había tenido problemas con su puesto de trabajo en la administración, la acusaban de loca, según ella, y la tenían en el dique seco cobrando una especie de pensión muy por debajo de sus expectativas. La mirada de Alba es extraña, no sabes nunca qué está pensando verdaderamente y hay como un deseo enfermo ahí en lo profundo, cerca del lugar de su mente donde inventa los recuerdos. Es una mirada que parece salir siempre del fondo de algo como enfangado, no sé, de una gruta oscura y muy húmeda. Se diría que mira también con las ojeras, no sólo con los ojos, como si fuera siempre su derrota lo que en realidad te ve. “De todos los novios que he tenido tú eres el que más adentro me llegó”, dijo de pronto. Yo sonreí un poco y me quedé callado. Jamás fuimos novios, ni novios ni nada que se le parezca. Era amiga de no sé quién y a veces aparecía los sábados por la noche en alguna fiesta o te la encontrabas al salir del cine. Una vez nos besamos a la orilla del Ebro, eso sí, en la otra acera del paseo Echegaray y Caballero, y el río y el cielo nos parecieron los de una película que sucediera en París. Habríamos dormido juntos si su hermano no me hubiese echado de casa cuando yo ya estaba desnudo entre las sábanas y ella se lavaba los dientes en el cuarto de baño. Apareció en pijama, desencajado, dando gritos y patadas a las puertas, y tiró toda mi ropa en un rebullo por el hueco de la escalera. Aunque en realidad era menor que ella, por lo visto tenía orden de sus padres, que continuaban viviendo en el pueblo, de vigilar y proteger a la niña, tan ligera de cascos, tan proclive a caer en las trampas de los desalmados como yo que, enfermos de ciudad y de noche, merodeábamos en busca de algún dulce pecado. Así que esa fue nuestra historia, nada más, luego desapareció de escena, anduvo un tiempo por la zona de las Cinco Villas, creo, se casó y todo eso. Sin embargo, Alba me hablaba ahora de otros mil episodios inventados, planes de huida, bares en los que nunca estuve, viajes en los que embarcamos ella y yo y en los que nos sucedieron cosas, por esos mundos de Dios: el día que perdió el pasaporte, la noche que pasamos bajo un puente, la hoguera que encendimos en un parque, la pensión de la que nos echaron de madrugada porque la cama chirriaba que era un escándalo, la rosa que le compré a un chino para ponérsela en el pelo.

Con la excusa de ir al lavabo, bajé un momento al sótano del bar para aliviarme de ella y pensar tranquilamente el mejor modo de zafarme sin herirla demasiado. Meé, me refresqué un poco la cara, y cuando volví a subir Alba ya no estaba en su taburete junto a la barra. Había desaparecido en un minuto dejando su cerveza por la mitad y llevándose mis dos bolsas cargadas de libros y discos.

Salí a toda prisa a la calle pero ya no había ni rastro de ella. Buena manera de empezar las vacaciones. Sentía por un lado rabia y por otro notaba el desahogo de haberme quedado de repente sin Alba. Son esas cosas que tiene la soledad, momentos que te da como para que vuelvas a quererla: cuando llevas horas sin hablar con nadie y te sientes tan aislado que crees que no vas a poder soportarlo mucho más tiempo, suele aparecer un pesado de esos que se te pegan y comienzan a hablarte de cosas a menos de un palmo de tus narices, cosas que no te importan lo más mínimo, pero da igual, el plasta de turno no te deja ni pestañear, te sujeta por el brazo, te va echando gotitas de saliva y vigila todo el rato si de verdad le estás mirando a los ojos y no te despistas con algo que se esté moviendo alrededor, una mosca, una chica que pasa o la tele encendida al fondo del bar. Cuando por fin logras librarte de ellos comprendes lo bien que se está solo, y lo que antes del encuentro empezaba a parecerte un tarde aburrida se transforma por arte de magia en un paraíso que volver a recorrer paseando, tomando cafés o mirando escaparates mientras en la cabeza se mueven los pensamientos, a veces perezosamente, como nubes, y otras a toda velocidad, igual que ambulancias en la noche. Repasé mentalmente lo que acababa de perder y decidí que era demasiado como para quedarme sin hacer nada: libros de fotografías de Colom y Brassaï, otro carísimo con los carteles de Ramón Casas, discos originales de Tom Waits, Ute Lemper y Marianne Faithfull entre otros, media docena de películas y no sé cuántas novelas con las que pensaba atrincherarme desde esa misma tarde para olvidarme del mundo.
Una hora más tarde estaba llamando al timbre de la casa en la que en tiempos vivía con su hermano centinela. Afortunadamente no me reconoció, y aunque empezó diciendo “no me hables de esa zorra”, acabó mostrándose bastante más tratable que la vez anterior, en la que me echó a patadas por esa misma puerta. Le dije que se había llevado por error unas cuantas cosas que me pertenecían y pareció entender. “Desde que se casó yo no respondo, ahora tiene al cojo ese”, se defendió. Volvió a contarme la historia de cómo su hermana se quedó sin trabajo, los líos de psiquiatras y las mil movidas en que se había visto metido por culpa de que no le da la real gana tomarse las pastillas que le mandan ni hay forma humana de que haga caso de nadie. Supe que ahora su marido había cogido una gasolinera en un pueblo de los Monegros —“no me preguntes cuál, sólo sé que está plagado de mosquitos”— y que tenían la vivienda ahí mismo y un taller de neumáticos, aunque ella se aburría y se escapaba muchas veces para meterse en líos en Zaragoza, mangaba cosas en El Corte Inglés, pintalabios y esas mierdas, y las iba vendiendo luego por los bares del Casco. A veces se le había presentado en casa de madrugada con tipos desastrados que apestaban de lejos a contenedor de basura y otras con la policía. Ahora ya ni le abría la puerta.

Al día siguiente eché en el maletero del coche una bolsa con tres o cuatro mudas y salí a buscar la dichosa gasolinera perdida. A fin de cuentas, tampoco tenía nada mejor que hacer y la cosa se estaba convirtiendo ya en una cuestión de amor propio. Señalé en el mapa de carreteras los pueblos que por su tamaño me parecía que podrían tener una estación de servicio y me propuse recorrerlos todos para ver cuál de ellas estaba atendida por un cojo y tenía al lado una vivienda y un pequeño taller donde arreglaran ruedas. Entré a la comarca por Monegrillo y fui tirando hacia el Norte. Para mí esta tierra hasta ahora no era más que los cuadros que Beulas pintaba en los setenta, esos ocres hasta el infinito, mares pardos y capitanas cruzando los caminos. No sabía mucho más, eso y las hazañas del bandido Cucaracha, la imagen de una cueva terrosa en lo alto de un barranco, escondites llenos de mantas y trabucos. Lo peor de todo, cuando se viaja solo por sitios tan vacíos, son las horas del atardecer. Varias veces estuve a punto de desistir y volver a casa, pero me rebelaba contra esa tristeza sin sentido ni forma que tantas veces había podido conmigo en el pasado, una añoranza de hogar aunque en el fondo sepa que no tengo hogar, y la afluencia de los recuerdos que menos ayudan, toda esa confusión en la cabeza, sentirme como un niño, el cuarto de los juguetes, el pan con fuagrás, una mujer llenando a toda prisa su maleta abierta sobre la cama mientras me insulta en voz baja, las ganas de llorar como un perro invisible que llevo siempre ahí dentro, trabajándome la garganta en cuanto me sabe solo, lejos de casa y en campo abierto. Quizá errar perdido por las carreteras de los Monegros es sólo apariencia, metáfora de algo o pura anécdota y la realidad, cada día más palpable, es que donde de verdad estoy perdido es en el planeta y en los días que se suceden en círculo como las espinas de una corona.

La primera noche la pasé en un hostal de Grañén, en una habitación con lavabo adosado a la pared y uno de esos armarios inmensos de madera oscura a los pies de la cama en los que pueden caber de pie media docena de cadáveres. Incluso antes de bajarme del coche ya sentía clavadas todas las miradas; desde las sillas donde unas señoras tomaban la fresca, desde la moto en marcha que aglutinaba a unos cuantos jóvenes al otro lado de la plaza, desde cada ventana eran observados minuciosamente todos mis titubeos. Me pregunté qué pensarían de mí, que cábalas se harían sobre esa figura que se metió en el hostal con una pequeña bolsa de viaje, y si les daría lástima, si podrían intuir de alguna manera hasta qué punto me encontraba esa noche hundido y solo. Primero había pensado en bajar a cenar alguna cosa y dar una vuelta por el pueblo, pero en lugar de eso me acosté directamente. Creo que estuve a punto de rezar.

Dediqué la mañana siguiente a recorrer los lugares situados más hacia el Este, Alberuela de Tubo, Capdesaso, Castelflorite, y los que están en la carretera que baja desde Sariñena hacia la zona de Fraga. Lo que hacía era detenerme en las estaciones de servicio, sacar un refresco de la máquina y dar un pequeño paseo como si necesitara estirar las piernas, mirándolo todo. Por la tarde regresé un poco sobre mis pasos y al pasar cerca de la Sierra de Alcubierre me acordé del bueno de Orwell y su Homenaje a Cataluña, de cómo describía allí el frío y el miedo que pasó durante meses junto a un grupo de milicianos en casamatas y parapetos cavados en lo alto de aquellos promontorios de piedra caliza, en una batalla quieta y eterna en la que el enemigo era la hinchazón de las horas más que las balas, esa soledad del rancho engullido en silencio, cerca de las ratas y las letrinas. Al contrario que la jornada anterior, me sentí visitado por un coraje extraño y desconocido, y al ver las vallas del camping con las siluetas de vaqueros, cerros y caballos dibujados, dije para mis adentros, como un soldado: acamparemos aquí. Me gusta que los pueblos tengan monte, aunque sean de brezos y matas medio muertas, para que puedan anidar allí las sombras y las historias y gire en las cimas el viento nocturno. Esos pueblos rodeados solamente de tierras de cultivo remiten al trabajo mucho antes que a la vida, no hay en ellos nada a lo que llamar paisaje y son como las casetas de los vigilantes a pie de obra o el piso del portero en los bajos de una finca de la que saca cada noche la basura. Como una vivienda adosada a la gasolinera.
Al día siguiente, sin prisas, volví a ponerme en marcha en busca de mi raterilla, recorrí paisajes de colinas con rocas del color de los esqueletos, fincas de regadío provistas de unos artilugios para echar agua que te duchan el coche al pasar obligándote a agachar la cabeza como un idiota, y desiertos somnolientos en los que los cementerios parecían surgir de la tierra como plantas silvestres, sin intervención del hombre, poco a poco, milímetro a milímetro; jurarías que cruces oxidadas y lápidas de arcilla habían ido emergiendo del suelo, en medio del silencio, cuando nadie mirara. Un pájaro impactó con fuerza contra el cristal del coche y ese bulto de plumas se quedó enganchado en el limpiaparabrisas. Era tan insoportable la visión del ave reventada temblando ahí delante, dando golpecitos rítmicos con las alas contra el capó, que tuve que orillarme un poco para desengancharla, y entonces la vi: sólo unos metros más adelante había una gasolinera junto a una casa pintada de un color rojizo y un pequeño taller de reparación con neumáticos viejos apilados junto a la puerta. Al otro lado de la carretera había una granja de pollos y un camino sin asfaltar que se perdía entre aliagas.

Llamé al timbre y ella misma me abrió la puerta. No podía creer que hubiese llegado hasta allí sin que nadie me hubiera dado la dirección ni el nombre del pueblo. Por debajo de la sorpresa y la vergüenza de haberme robado mis cosas, se la notaba contenta de volver a verme. No se molestó demasiado en dar explicaciones, sólo que algunas veces hacía cosas que no comprendía ni ella, que la perdonara por haberse llevado mis compras y que pensaba devolvérmelas de todas formas después de leer los libros y grabar lo demás. Me dijo, con una sonrisa maliciosa, que me devolvería todo si me quedaba a cenar. Su marido cojeaba ostensiblemente y me estrechó una mano fuerte y llena de grasa cuando Alba me presentó como un antiguo novio. Estuve a punto de protestar y negarlo, pero él habló primero y ya no hubo lugar.
—Habrá que entrar más cervezas de la gasolinera antes de cerrarla, creo que esta noche tenemos buen partido —fue todo lo que dijo antes de salir y desaparecer nuevamente en el fondo del taller.

No estaba mal la casita, hasta habían colocado una mecedora en el porche, una especie de mirador con vistas a una carretera perdida. Alba me sirvió un refresco y me dijo que la disculpara un momento, mientras terminaba lo que andaba haciendo cuando yo llamé al timbre, arreglar una ventana que no cerraba bien o algo por el estilo. En las paredes había pósteres como de otros tiempos, una fotografía enmarcada de David Hamilton, estanterías en las que abundaban libros tipo Tagore, Castaneda y todo eso, y temarios de oposiciones a la administración del Estado. Al mirar a Alba ir y venir con las herramientas pensé en la vida que habría vivido yo dentro de su cabeza, una vida que desconozco totalmente pero que bien pudiese ser que fuera mejor que la que en realidad, a base de tumbos, he acertado a vivir. Me pregunté qué palabras le habría dicho, con qué ropa que nunca tuve aparecería yo en su fantasía, las calles de qué ciudades que jamás he visto llegué a recorrer con ella, y también si conseguí cumplir alguna de las promesas que seguramente le hice; cómo la habría amado, qué sabor de boca le habría dejado al fin la réplica inventada de mis labios. Me pareció increíble ser alguien o algo más allá de mi carne y de mis propios sueños, aunque fuera una sombra, un espectro emanado de mí, con mi rostro y mi nombre, que pasó la vida buceando en sus sesos hasta cobrar toda una biografía, un ser que entraba con ella a los cines, que le hablaba con mi voz, que estaba allí queriéndola mientras yo andaba perdido a cientos de kilómetros.
Luego tuve que ver el partido con un montón de cervezas y toneladas de patatas fritas y cacahuetes salados. Su marido se comportaba conmigo como un viejo camarada, con cada gesto parecía querer decir “sin rencor, amigo, de sobra conozco yo a esta pava y su pasado hippie”. Sentados frente a la tele, fumando sin parar, éramos dos hombres de pelo en pecho, de vuelta ya de casi todo y a los que pocas palabras les hacen falta para pronunciar las cuatro cosas que, en el fondo, vale la pena decir. Después se retiró a dormir, bastante temprano, con otro apretón de manos más fuerte que el anterior. Imaginé su lucha para ponerse el pijama, las aparatosas botas a los pies de la cama.
—Es que madruga mucho —le excusó Alba—, pero tú y yo ahora nos vamos a tomar un cafecito tranquilamente.

—¿Qué tal es la vida aquí? —le pregunté, más que nada por ser amable.
—Verás, sobre todo es lenta. Es una vida que a la vez es la vida y no es la vida. No sé cómo explicarlo. A veces pienso “ahora en Zaragoza hay una tipa vomitando en la puerta de un bar”, ¿sabes?, y no soy yo porque yo estoy aquí. Y pienso en las salas de espera de las comisarías, y en la gente que hace cola esperando que abran el comedor municipal. Éste es un sitio en el que se está a salvo. ¿Sabes esos juegos de cuando críos en que te perseguían pero llegabas a un sitio que se llamaba “chufa” y ahí nadie te podía pillar? Pues esto es chufa, o como esas casillas del parchís en las que caes y ya no corres más peligro. Miro la tele, miro ese calendario que hay al lado y luego vuelvo a mirar otra vez la tele. Pasan los días. Por las noches se oyen perros ladrar a lo lejos, y me gusta oírlos, y también al gallo de los vecinos, que está loco y casi siempre se cree que amanece. Pero, ¿sabes lo que pasa?, que en el fondo sé que esto no es mi vida. Y entonces tengo que ir a buscarla donde la dejé, tengo que bajar a Zaragoza a vigilar qué tal va la cosa, qué tal va mi vida. Bajo y me busco. Tengo la sensación de que no tratan bien la vida de una si una no está delante, a veces me encuentro bares cerrados para siempre, rincones de la ciudad que ni se parecen, hasta novios que se me van casando por ahí sin haber roto antes conmigo. Sé que me vuelvo loca, eso se nota, es mentira que sea algo de lo que se dan cuenta sobre todo los demás, quizá cuando lo esté del todo no pueda volver a hablar así, pero por el momento no tienes que disimular conmigo. Son como hilos, ¿sabes?, yo lo veo así, se van rompiendo poco a poco, cuando se parta el último de ellos caeré no sé dónde, en algún sitio oscuro, el cuarto de las ratas o algo así, algo como un pozo en el que me tocará estar sola.

Se quitó una lágrima con el reverso de la mano y dio por zanjado el tema. “Ahora cuéntame de ti”, y cambió por completo de expresión. A veces puede parecer hasta hermosa, depende no sé de qué, esta noche por ejemplo, con su vestido blanco y esa tristeza que le ha ido creciendo dentro, por sorpresa, como un cementerio monegrino cuando los hombres miran hacia otro lado. Es increíble cómo conviven en ella más de una mujer, simultáneamente, cómo reñían en su boca, por ejemplo, aquella noche tan lejana de la orilla del Ebro, la baba y la fresa, las caries y el carmín.
Me devolvió las bolsas con mis cosas, pero como había bebido demasiadas cervezas y solía haber controles por esas carreteras, aparte de jabalíes y no sé qué más, no me dejó regresar hasta que no hubiera dormido por lo menos un par de horas aunque fuera en el sofá. Unos minutos después de haberme quedado solo ahí tendido escuché cómo Alba intentaba despertar al cojo y éste le mandaba cariñosamente a la mierda, y poco después empecé a escuchar sus gemidos y el ruido rítmico del colchón de muelles. Tuve la maldad de espiar por el ojo de la cerradura y comprobé que estaban en extremos opuestos de la cama, él dormido completamente y ella tendida boca arriba, moviendo acompasadamente la cadera y respirando como si hiciera el amor, con las manos cruzadas detrás de la nuca. Sin duda, el espectáculo de sonido iba dedicado a mí. Sentí algo de lástima ante esa argucia de adolescente despechada, y pensé en lo difícil que es a veces hacer daño, cuando el amor es algo que sucede en un corazón solamente y las uñas están ya tan gastadas.
Al día siguiente fui el primero en despertarme. Mientras se hacía el café me entretuve curioseando entre los libros y los estantes del mueble del comedor. No sé qué inocencia andaba yo buscando entre sus cosas, una goma del pelo, una pulsera rota, o esos objetos tristes que las chicas envuelven a veces en papel de seda, tesoros secretos como la foto de una antigua amiga que desapareció tragada por el fragor de la vida, postales que llegaron de un mundo ya muerto.

Me costó decir adiós a todo eso, a ese margen del mundo, a esa vida que es vida y a la vez no lo es, a la bandeja del día anterior con las tazas sucias del café. Y, ya en la carretera, comencé a pensar en Alba de una manera extraña y, no sin espanto, empecé a echar de menos todas las cosas que vivimos juntos: el día que perdió el pasaporte, la noche que pasamos bajo un puente, la hoguera que encendimos en un parque, la pensión de la que nos echaron de madrugada porque la cama chirriaba que era un escándalo, la rosa que le compré a un chino para ponérsela en el pelo.


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