tautología en busca de discernir verdad de evidencia















El Museo Granet de la ciudad francesa de Aix-en-Provence exhibió entre agosto y septiembre de 1990 quince óleos y diez acuarelas del pintor Paul Cézanne (1839-1906) que representan la montaña Sainte-Victoire, mole calcárea que domina la comarca y que obsesionó durante toda su vida al artista provenzal. Algunas de las telas viajaron desde Leningrado, Cleveland o Edimburgo. Piezas de otros pintores, como Picasso y Masson, también impresionados por la Sainte-Victoire, completaron esta original exposición, en la que no faltaron secciones sobre el ecosistema de la zona, deteriorado por los incendios forestales y en el que posteriormente se construyó un tren de alta velocidad.


Félix de Azúa escribió al respecto, en El País del 9 de septiembre de 1990, lo que sigue.


Empapado de positivismo, como todos sus contemporáneos, Cézanne estaba persuadido de que la montaña Sainte-Victoire, en la Provenza, poseía una misteriosa tonalidad verde, más rica que cualquier otro matiz del verde, incluido el laurel, como resultado del entrecruce de muy diversos factores: la temperatura, el mistral, la humedad del aire, una vegetación escorada hacia lo olfativo, el eco lejano del mar, la ligereza de la tierra perforada por innumerables conejos, una permanente lámina de vidrio interpuesta entre el observador y la montaña por la reverberación de julio, y así sucesivamente. Una vida entera dedicada a asediar ese matiz no fue suficiente. Los factores eran tan numerosos y variaban a tal velocidad y con tal desorden que a Cézanne siempre le quedaban seis o siete por incluir en la representación. Pero la constante presencia del pintor positivista, el peregrinaje angustiado y metódico por aquellas tierras y peñascales, la terca búsqueda de perspectivas, ángulos, puntos de vista, acabó por formar un rico fluido sexual exudado del roce de Cézanne contra la montaña. Como animales de especies distintas, pero enigmáticamente atraídos el uno por el otro, el sexo del pintor -recluido en algún bastoncillo ocular- y el sexo de la montaña -repartido por toda su superficie- se buscaron durante años, tratando de averiguar el andamiaje secreto de una cópula. Investigaba la montaña los bosques sombríos de Cézanne; investigaba Cézanne los fuertes pechos de la montaña.

Por ejemplo: ¿dónde empezaba y dónde acababa cada uno de ellos? Por ejemplo: ¿podía considerarse pertenencia de la Saint-Victoire y de Cézanne aquello que pasaba por allí sólo fugazmente: los piñones, una camioneta, pulgas, la lluvia, lágrimas? Por ejemplo: ¿dejaba de haber montaña si emigraban las hormigas o bien dejaba de haber Cézanne si se quedaba sordo?

Por ejemplo: ¿había más montaña vista de perfil que de frente; había menos hombre visto desde arriba? ¿Pero dónde está el perfil de una montaña y cuál es el abajo de un hombre? Y sobre todo: ¿en qué límite podía considerarse "entero" a cada uno de ellos? Cézanne, asediado por las dudas, observaba su orina empapando la tierra color ladrillo, y cerraba los ojos.

De aquel roce tenaz, de la desesperada búsqueda de un rincón anatómico donde acoplarse al fin y poder verterse mutuamente, montaña y pintor francés acabaron por engendrar. Cuando se produce un fenómeno biológico de tanta alcurnia, el monstruo hijo de hombre y montaña es, por lo general, tan evidente que la humanidad lo toma con indiferencia. Así, antaño, los hombres se desentendían de los centauros, y así, según dicen, vivían los hijos de los Alpes. Es propio de nuestra cultura no dar noticia alguna de la revelación.

Que engendren y sus hijos, ahora, cuelguen de las paredes, es sólo secundario; es sólo el espectáculo que se nos ofrece a nosotros, los guardianes de la materia informada. Pero el verdaderos significado de esas que llamamos "pinturas de Cézanne con paisajes de la Sainte-Victorire" es el nacimiento hacia atrás de Cézanne y de la Sáinte-Victoire.

Esos hijos colgados de las paredes son únicamente la prueba de que alguna vez pasaron por la luz del mundo un hombre y una montaña vivamente interesados el uno por el otro. No me cabe la menor duda de que Cézanne, a la vista de aquel pliegue de la tierra que ocultaba el horizonte y le impedía mirar más lejos se preguntó:"¿y esto qué es?".

Así como la montaña, ante el asiduo escrutador calvo iba, poco a poco, mostrando sus partes y preguntándose, a su vez: "¿qué animal puede ser éste que tras mucho mirar parece que alcanza a ver?". Ambos, con toda seguridad, trataron de comprender, el uno qué quiere decir "montaña"; la otra qué quiere decir "hombre". Y así se fueron haciendo el uno al otro.

No sabemos, ciertamente, las conclusiones a las que llegaron. Sabemos, eso sí, el efecto de su intercambio. Hoy a la autopista que lame las faldas de la Sainte Victoire se llama autoroute Cézanne; hoy a la 'Sainte-Victoire le han crecido innumerables habitáculos en las laderas, cada uno de ellos relleno de animales que sólo en apariencia y porte son como Cézanne.

Estos son los efectos históricos, lo que aquella cópula supuso para el mundo. Los efectos particulares, los hijos engendrados, se llaman "pinturas de Cézanne con paisajes de la Sainte-Victoire", pero son carísimos y cuelgan de algunas paredes. Todos estos son efectos científicos.

Nosotros miramos las "pruebas judiciales de la cópula" (a veces llamadas, con severa inexactitud, "obras de arte") como miramos, también, las piedras de un templo, igualmente colgadas, caras y concurridas, y no podemos creer que estas cosas hayan ocurrido.

¿Que hubiera cópula entre el Altísimo y los ciudadanos de Gerona? ¿Entre montañas y humanos? ¿Que se cruzaran una oscura fuerza en constante transformación y un racional? ¿Qué pudo haber entre un dios errante y el siempre fijo entendimiento? ¿Será posible, aún, tender un miembro que escapando a la tiranía de lo verdadero pueda penetrar en lo evidente? No me lo puedo creer. Porque es extremadamente difícil mantenerse a solas, como perpetuo pretendiente. Y sin embargo, es sencillo. Cézanne lo hacía cada día.


Y Antonio Muñoz Molina escribió en El invierno en Lisboa:


Estaba sentado en una esquina del sofá, frente al fuego, en medio de la habitación vacía. Sólo un estante con discos y libros, una mesa baja sobre la que había una lámpara y una máquina de escribir, un equipo de música, al fondo, con pequeñas luces rojas y verdes tras cristales oscuros. No importan las cosas que posean o guarden, pensó, los verdaderos solitarios establecen el vacío en los lugares que habitan y en las calles que cruzan. Al otro extremo del sofá Lucrecia fumaba escuchando la música con los ojos entornados, abriéndolos a veces del todo para mirar a Biralbo con inmóvil ternura.

—Tengo una historia que contarte —le dijo.

—No quiero saberla. He oído muchas esta noche.

—Es preciso que la sepas. Esta vez te diré toda la verdad.

—Ya la supongo.

—Te hablaron del cuadro, ¿no? Del plano que les quité.

—No entiendes, Lucrecia. No he venido para que me cuentes nada. No quiero saber por qué te buscan ni por qué me mandaste aquel plano de Lisboa. He venido a avisarte de que debes huir. Me marcharé cuando termine esta copa.

—No quiero que te vayas.

—Mañana tengo ensayo con Billy Swann. Tocamos el día doce.

Lucrecia se acercó más a él. El hábito del coraje y de la soledad le había agrandado los ojos. El pelo tan corto devolvía a sus rasgos la nitidez y la verdad que tal vez sólo tuvieron en la adolescencia. Iba a decir algo, pero apretó los labios con aquel gesto suyo de inutilidad o renuncia y se puso de pie. Biralbo la vio alejarse hacia el estante de los libros. Volvió con uno en las manos y lo abrió ante él. Era un volumen de grandes hojas satinadas con reproducciones de cuadros. Lucrecia le señaló una de ellas, apoyando el libro abierto sobre el teclado de la máquina de escribir. Biralbo me dijo que mirar aquel cuadro era como oír una música muy cercana al silencio, como ser muy lentamente poseído por la melancolía y la felicidad. Comprendió en un instante que era así como él debería tocar el piano, igual que había pintado aquel hombre: con gratitud y pudor, con sabiduría e inocencia, como sabiéndolo todo e ignorándolo todo, con la delicadeza y el miedo con que uno se atreve por primera vez a una caricia, a una necesaria palabra. Los colores, diluidos en el agua o en la lejanía, dibujaban sobre el espacio blanco una montaña violeta, una llanura de ligeras manchas verdes que parecían árboles o sombras de árboles en la umbría de una tarde de verano, un camino perdiéndose hacia las laderas, una casa baja y sola con una ventana esbozada, una avenida de árboles que casi la ocultaban, como si alguien hubiera elegido vivir allí para esconderse, para mirar sólo la cima de la montaña violeta. Paul Cézanne, leyó al pie, La montaigne Saint Victoire, 1906, Col. B. U. Ramires.

—Yo tuve ese cuadro —dijo Lucrecia, y cerró el libro de un golpe—. Mirando la fotografía no puedes saber cómo era. Lo tuve y lo vendí. Nunca me resignaré a no verlo más.


Aquí podéis descargar toda la BSO de la película El invierno en Lisboa, con Dizzy Gillespie y sus mofletes al frente.


5 comentarios:

Anónimo dijo...

caro juan. La comparacion entre los dos es injusta. Me divierte Azua, en tanto que Muñoz Molina, a mi parecer, peca de esforzado e intelectual. A este le gusta la musica, el otro canta. Que un matiz del verde sea "asediado" por un pintor es el botón.

Paco.

Anónimo dijo...

http://www.goear.com/listen.php?v=a25596e

afuncional dijo...

Pocas canciones tan apropiadas a la idea que subyace en toda esta película de montañas y pintores.
gracias

Anónimo dijo...

Gracias a ti.

Aunque no puedas colgar esa armadura oxidada, ya estas haciendo cosas...

Un placer

afuncional dijo...

caro Paco:
No hay comparación por mi parte, por lo tanto no hay injusticia. Sí hay dos formas bien distintas de aproximarse a una realidad, y eso es lo que quería mostrar. A mí el texto de Azúa me parece ñoño en ocasiones; en otras, brillante. Y el de AMM, por utilizar el diagnóstico que él mismo hizo de su obra a toro pasado, sobrescrito. Pero me encanta la melancolía que trasmite a lo largo de todo el libro.
Me encanta "discutir " contigo.