recuerdos de patios

Sevilla ya olía a clavos y maderos la semana pasada. Durante todo el tiempo que estuve allí no dejó de venirme a la cabeza el tema de Machado/Serrat. De alguna manera había un contraste muy fuerte entre el estallido de vida, el azahar inundando la ciudad, el calor asomándose algunas mañanas, por un lado; y por otro, la pulsión tanática que estaba a punto de salir a hombros de costaleros, las penas, las culpas, las penitencias. Ni puedo, ni quiero.
Una tarde estaba paseando y me detuve frente a lo que a mí me parecía una mansión en medio de la ciudad, un lugar precioso encajado en calles estrechas y recovecos. Sólo la podías observar desde la puerta que, abierta, daba a un gran jardín, el cual a su vez conducía a la casa. Estuve un buen rato allí detenido, observando y dejando caer el tiempo frente al silencio y la luz que se abría en ese microcosmos. Cuando me fui leí en una inscripción algo así como que don Antonio había pasado su niñez en ese patio. El lugar es el Palacio de las Dueñas. Algunas cosas se entienden mejor de cuerpo presente.



LA SAETA

Dijo una voz popular:
«Quién me presta una escalera
para subir al madero
para quitarle los clavos
a Jesús el Nazareno?»

Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos
siempre con sangre en las manos
siempre por desenclavar.

Cantar del pueblo andaluz
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz.

Cantar de la tierra mía
que echa flores
al Jesús de la agonía
y es la fe de mis mayores

¡Oh, no eres tú mi cantar
no puedo cantar, ni quiero
a este Jesús del madero
sino al que anduvo en la mar!.

RETRATO

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
-ya conocéis mi torpe aliño indumentario-,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y más que un hombre al uso que sabe su doctrina
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo
-quien habla solo espera hablar a Dios un día-;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,
y está al partir la nave que nunca ha de tornar
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

2 comentarios:

Juan Ignacio dijo...

aprendí estos poemas de la mano de serrat, aún en el cole, el antonio machado para más señas. antonio machado es mucho más que eso, pero todo él está aquí. no sabría explicarlo. procedo a borrar una entrada programada para mañana en mi blog con la saeta. me cachis en la telepatía.

@mala dijo...

Con Serrat y Machado ocurre como con las canciones religiosas: permanecen ahí siempre. Lo primero con una suave melancolia, olor a mediterráneo y a patio sevillano. Lo segundo para que no olvidemos que no creemos pero recordamos. Qué hermosura de contradicción