una definición de frío


La poesía del adoquín y el ángulo recto, de la llovizna gris y cenicienta, de las ocasiones perdidas, los cortinajes sucios y groseros. La lírica del continuar sin saber muy bien por qué, de la derrota sin dignidad, de las luces mates y los hormigones desconchados, de la bebida barata y la comida mala, de los cigarrillos acres, de las carreteras bacheadas que dan a parar a muros sin salida, de las celdas cutres y los dormitorios ascetas. Y el frío, el más profundo y desolador frío, el que no marcan los termómetros. Eso, y mucho, mucho más, es El espía que surgió del frío, una novela donde uno acaba quedando tan a la intemperie como los protagonistas en la escena final, bajo los focos deslumbrantes y sucios a la vez de aquella Alemania partida.

Como todo lo bueno, se disfruta más cuando no es la primera vez. La mía era la segunda.


—Me preguntaba si estaría usted cansado. Consumido.

Se produjo un largo silencio.

—Eso ha de decidirlo usted —dijo por fin Leamas.

—Hemos de vivir sin simpatías, ¿no? Desde luego, eso es imposible. Fingimos unos con otros toda esta dureza, pero realmente no somos así. Quiero decir... uno no puede estar todo el tiempo fuera, al frío; uno tiene que retirarse, ponerse al resguardo de ese frío... ¿entiende lo que quiero decir?

Leamas entendía. Veía la larga ruta saliendo de Rotterdam, la larga carretera recta junto a las dunas, y el torrente de refugiados moviéndose a lo largo de ella; veía el pequeño avión a varias millas, la procesión que se paraba a mirarlo, y el avión que se acercaba, elegantemente, sobre las dunas; veía el caos, el infierno sin sentido, cuando las bombas dieron en la carretera.

+++++++++++++++++

Fueron andando hasta su piso a través de la lluvia, y podrían haber estado en cualquier sitio, Berlín, Londres, cualquier ciudad donde las piedras del pavimento se convirtieran en lagos de luz bajo la lluvia del atardecer, y el tráfico resoplara desesperadamente a través de las calles mojadas.

+++++++++++++++++

Hacía frío esa mañana; la leve niebla era húmeda y gris, y picaba en la piel. A Leamas, el aeropuerto le recordó la guerra: máquinas, medio ocultas en la neblina, esperando pacientemente a sus amos; las voces resonantes y sus ecos, el grito súbito y el incongruente golpeteo de unos tacones de muchacha en el pavimento de piedra; el rugido de un motor que podía estar al lado mismo de uno. En todas partes, ese aire de conspiración que se produce entre la gente que está levantada desde el amanecer, casi de superioridad, nacida de la experiencia común de haber visto desaparecer la noche y llegar la mañana. Los empleados tenían ese aspecto que produce el misterio del alba y que el frío estimula, y trataban a los pasajeros y a su equipaje con el aire remoto de hombres regresados del frente; el resto de los mortales no les decían nada esa mañana.

++++++++++++++++++++

Un hombre que representa un papel, no delante de otros, sino a solas, está expuesto a evidentes peligros psicológicos. En sí mismo, el ejercicio del engaño no es especialmente fatigoso; es cuestión de experiencia de práctica profesional; es una facultad que la mayor parte de nosotros puede adquirir. Pero mientras que el que engaña en confianza, el actor de teatro o el jugador, puede regresar de su actuación a las filas de sus admiradores, el agente secreto no disfruta de tal alivio. Para él, engañar es ante todo una cuestión de defensa propia. Debe protegerse no sólo desde fuera, sino desde dentro, y contra los impulsos más naturales; aunque gane una fortuna, su papel le puede prohibir comprarse una hoja de afeitar; aunque sea un sabio, le puede tocar no murmurar más que trivialidades; aunque sea un padre y marido cariñoso, debe ser reservado en todas las circunstancias con aquellos en quienes debería confiar por naturaleza.

Dándose cuenta de las abrumadoras tentaciones que asaltan a un hombre permanentemente aislado en su engaño, Leamas recurrió al procedimiento que le proporcionaba mejores armas, incluso estando solo, se obligó a convivir con la personalidad que había asumido. Se dice que Balzac, en su lecho de muerte, preguntaba preocupado por la salud y prosperidad de los personajes que había creado. De un modo semejante, Leamas, sin abandonar la capacidad de invención, se identificó con lo que había inventado. Las cualidades que exhibía ante Fiedler, la incertidumbre constante, la arrogancia protectora para ocultar la vergüenza, no eran aproximaciones, sino ampliaciones de cualidades que efectivamente poseía, de ahí también el leve arrastrar de pies, el descuido del aspecto personal, la indiferencia a la comida, y una creciente entrega al alcohol y al tabaco. Cuando estaba solo, seguía fiel a esas costumbres. Incluso las exageraba un poco, murmurando para sí sobre las iniquidades de su Servicio.

Sólo muy raramente, como entonces, al acostarse esa noche, se permitía el peligroso lujo de admitir la gran mentira en que vivía.

The spy who came in from the cold.

John le Carré



2 comentarios:

Ana Iniesta dijo...

tengo el original en ingles! the spy who came in from the cold! pero nunca pasé del primer capítulo, creo que fui demasiado ambiciosa

afuncional dijo...

Yo tenía Orlando, de V. Woolf, Memorias de África y Un tranvía llamado deseo. Con resultados similares a los tuyos...