sabotajes posmodernos


Apunté en la primera página del libro, aún sin saber lo que venía detrás:

De primero, potaje de alubias con chorizo. De segundo, paella de carne. Y de postre, “poleá”. Una copa de vino y agua. Plaza de San Andrés. Café bar Santa marta.

Era noviembre y era Sevilla.

Extractos de Sabotaje olímpico, un esperpento posmoderno de Manuel Vázquez Montalbán, tan estrambótico como acertado.

El principio de todo:

Biscuter tiene una teoría sobre Escofier. No sólo la tiene sino que la exhibe siempre que puede a un Carvalho de vez en cuando arrepentido de haberle financiado un viaje a París y un curso acelerado sobre sopas en la Academia de Alta Cocina de mister Everglace.

-Escofier representa la Suma Teológica de la gran tradición de la cocina burguesa.

Cuantas veces Carvalho ha tratado de descomponerle la oración y preguntarle, por ejemplo, ¿qué quiere decir Suma Teológica?, Biscuter ha tenido respuesta.

-La releche final.

La parte positiva de la expedición parisiense es que Biscuter, tras demostrarle que era capaz de afrontar los consomés difíciles en su sutileza como el consomé á la brunoise o las sopas más y menos características de la cocina francesa -desde la sopa de cebolla a la manera de Les Halles hasta le potage Thurins Roumanille en la más pura línea escoferiana-, ahora se atreve con los potages «extranjeros», «extranjeros» insiste una y otra vez Biscuter como si hablara desde una postiza identidad francesa.

-¿Sabe usted que Escofier tiene en cuenta la olla podrida española? Aunque el tío no puede disimular lo que le cae mal de la cocina española: los garbanzos y el chorizo. Hoy le voy a hacer una sopa muy extranjera, jefe.

-¿Para qué irse tan lejos?

-Hay que experimentar.

Y experimenta un potage Ouka: caldo de pescado a base de esturión, espinas y aletas de pescados diversos, agua, vino blanco, perejil, celerio, hinojo, champiñones, sal... A Carvalho se le va la cabeza cuando piensa en todo lo que falta para entender el plato y que esté al servicio de una simple sopa, de una blanda sopa. A la vejez, potajes. La solidez profunda de un plato hondo lleno de tropezones agresivos pero domados por el mucho cocer. ¿Lo crudo? ¿Lo cocido? ¡Lo recocido! Pero Biscuter se le escapa. Como la realidad. O la memoria. Desde su viaje a París ha dejado de ser esencialmente dependiente, como si hubiera descubierto la geografía más allá de su universo de ex joven presidiario y ya no tan joven criado para todo de un detective escaso de fortuna y de optimismo. Acaso no desee ya la compañía de Biscuter, ni la de la realidad, ni la de la memoria, en consonancia con la cultura del olvido establecido. Julio de 1993. Hace un año todo estaba dispuesto para el inicio de los Juegos Olímpicos de Barcelona, el mayor espectáculo del mundo y las vivencias han sido engullidas por el sumidero de la crisis de casi todo y casi todos. Los dioses se han marchado al olimpo verdadero, pero ni siquiera, de creer a las autoridades económicas, han tenido la gentileza de dejarnos el pan y el vino. Y cuando recuerda las ensoñaciones de los días de los Juegos Olímpicos siente la necesidad de reforzar sus vínculos naturalistas con lo concreto. Algo habría que hacer. Algo debería hacer. Desde el epílogo de los juegos ha conservado la costumbre de ir al filósofo en vez de, como hacen otros, ir al psiquiatra. Su filósofo de cabecera sigue siendo Xavier Rupert dos Ventos y ante la pregunta sobre la ausencia de dioses, el filósofo le contesta desde la orilla de su teléfono:

-¿Qué hacer? ¿Para qué? Si desea hacer algo es que aún le queda sentido... finalidad... tal vez sólo se trate de instinto de finalidad... reflejo condicionado de finalidad. Es cierto, los dioses se han marchado, lo anunció Hölderlin, pero él creía que habían dejado el pan y el vino. Déjeme interpretarlo como metáfora de la satisfacción material. ¿De verdad no nos quedan satisfacciones materiales? ¿Me ha hecho caso? ¿Ha cambiado de olla a presión? ¿Ha probado el queso de cabra de Corçá? ¿Sigue adicto a los vinos de la Ribera del Duero? ¿Por qué no se pasa al agua mineral con gas? O tal vez no se trate de hacer, sino sólo de decir. Y le dice a Biscuter:

-Ponle garbanzos.

-¿A la sopa Ouka, jefe?

-A todo... Ponle garbanzos y chorizo a todo...

-Eso es nacionalismo, jefe. La ola de nacionalismo que nos invade.

Y casi al final:

La carta de Biscuter le devolvía a la realidad de siempre y a las cuarenta y ocho horas del final de los Juegos sólo la herencia que habían dejado en la fisonomía de la ciudad demostraba que se habían realizado. Pero no podía entregarse únicamente al olvido o a la melancolía o a sus contrarios: la memoria y la indignación moral, ¿para o contra qué? Definitivamente el mundo estaba hecho, mal, pero ya estaba hecho y ante la evidencia de lo fácilmente que podrían truncarse las evidencias, no ya personales, sino colectivas, había que desintoxicarse de todo prurito de resistencia. Por ejemplo, ¿por qué no volver a tener sexualidad? Últimamente los críticos de más edad parecían saludar las novelas de Carvalho al grito de «Bienvenido al club de los desganados sexuales». Y en efecto, roto el vínculo con Charo, peligrosa la propuesta directa en un juego de relaciones tamizadas por todas las texturas de los diferentes tipos de preservativos, el sexo había ido desapareciendo de su vida y cuando lo cumplía, no ignoraba un cierto carácter forzadamente exhibicionista a la peripecia, como si fuera una prueba de que «aún podía» o quizá de que «aún debía», dadas sus características de héroe literario ecléctico y preconstruido, en el que la sexualidad había jugado un papel muy importante en los diez primeros años de escritura posfranquista. Pero, ¿y ahora? Salir a la calle a la conquista de cuerpos y cerebros parapetados detrás de toda una vida, sin el recurso de volver a pedir: «Cuéntame cómo eras... cuando...», ¿cuando qué? O bien: «Quisiera envejecer contigo...» ¿Más todavía? ¿Envejecer más todavía? En la soledad de su placenta artificial, a Carvalho le entró la angustia de una revelación excesiva: se asesinaba, se mataba, se amaba, se organizaban fiestas y olimpiadas por miedo. Todo se había hecho por miedo, siempre, y la única operación intelectual con éxito había consistido en disfrazar el miedo de necesidad.

La cena fue excelente. Anfitrión de un único invitado, el latinista y gestor Fuster, asumió su veredicto sobre todo lo que había pasado.

-Dii nos quasi pilas habent o lo que es lo mismo: Los dioses nos llevan como a pelotas. Es de Plauto. Captivi 22.

Un pastel de setas, las primeras que llegaban al mercado de la Boquería, bajo el nombre catalán de rossinyols, y unos callos a la sidra, reforzados con estragón, clavos y un vaso de Calvados. Quemó en la chimenea el libro de Simpson y Jannings Los señores de los anillos, ya inútilmente antiolímpico, y El deporte del poder de Espada y Boix, penúltimo intento de situar a Samaranch en la Historia y no en el Olimpo. Fuster tenía una noche latinista.

-Animus est in patinis... mi alma está en los platos... ésta es de Terencio.

-Terencio Moix, supongo.

Ya a solas, el espectáculo de la ciudad postolímpica y equivalentemente postiluminada, le deprimió. Se tomó cincuenta pastillas de Ginsén Rojo Coreano para comprobar sus efectos o para suicidarse sexualmente y se durmió. En plena madrugada le despertó la traca que celebraba las primeras cuarenta y ocho horas posteriores al final de los Juegos y una portentosa erección situada más o menos en el centro de su cuerpo. Se miraron Carvalho y su hijo predilecto. La mirada del padre fue achicando al muchacho. Al fin y al cabo ¿por qué?, ¿para qué?

-¿Eres un diseño de Walt Disney, muchacho?

Y el pene le contestó.

-No. De Mariscal.

Hoy releía trozos, apuntes, subrayados. Noviembre parece el siglo pasado. El tiempo y la memoria, los saboteadores por excelencia.

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