La elegía del volcán: Tom Waits
Percibo la vejez porque los recuerdos se difuminan, confundes fechas, sientes conveniente distancia ante recuerdos imborrables, te duelen las partes con las que siempre has jugado (lo decía el sabio Leonard Cohen), embelleces los recuerdos porque tal vez sean lo único que te ayudará a sobrevivir al invierno, te ha llegado la información en medio de un pavoroso insomnio (gracias, Martin Amis) de que la muerte ya no es un coqueto y prestigioso juego de adolescencia ilustrada o tibiamente kamikaze. Esta ahí, se está zampando por múltiples razones biológicas, accidentales, inevitables o vocacionales a los que siempre tuviste cerca, a los que perdiste de vista aunque existiera algo muy fuerte, a los que dejaste, a los que te dejaron, a los que os dejasteis, a esas malditas sensaciones asociadas a la pérdida, la traición y el abandono.
Y relaciono mi vida, como otros lo hacen por razones infinitamente más lógicas y humanas, como el siempre mágico nacimiento de los hijos o la certidumbre de que encontraste definitivamente tu refugio, con los mercaderes mundiales de fútbol y con la mitológica presencia en vivo y en directo de gente que hacía música maravillosa en vinilo, en ese formato tan imperfecto como vital que los fenicios de la industria discográfica nos exigieron que desterráramos, en nombre de una cosita tan irrompible como aséptica llamada compact.
Nos privaron de las fascinantes portadas de los discos, del manoseo ritual del fetiche, de acomodar tus ciclotímicos estados de ánimo al surco rayado o malsonante de ese objeto que reproducía voces y sonidos impagables, de que te quedaras frito por exceso de emociones, de alcohol o de otras drogas, y al despertarte siguieras escuchando el hipnótico runrún de la aguja, alguien circunstancial y hermoso (en lo segundo hay que tener suerte, o estilo, o dinero), o tú mismo, o tu inconsolable soledad te planteara soluciones, recetas de náufrago, murallas contra la desolación: "Hay que poner la otra cara del disco".
Y recuerdas en brumas los primeros conciertos en esta ciudad paralelamente amurallada y abierta, en el complejo "pongamos que hablo de Madrid". Recuerdas porros que provocaban hambre, risa y sexo. Y la sensación volcánica de que nada era lo que parecía con el primer tripi, del pavor de no regresar a la tierra, del éxtasis amenazado por una inquietud sobrenatural. Y recuerdas los primeros conciertos, de la madera haciendo patriótica guardia ante olores o disturbios mosqueantes, de la entusiasmada percepción del espectador ante la seguridad de que los tiempos estaban cambiando.
Y recuerdo a Soft Machine en una sala pionera al lado de Torres Blancas (que eran y son negras), y a Robert Fripp y a Brian Eno contándonos lo que ocurría en la corte del rey Crimson, y a la guitarra de Carlos Santana poniendo cachondo a todo el personal con Abraxas, y a Leonard Cohen sentado en un taburete, sin acompañamiento, revelándonos que la gente dice que Suzanne está loca pero él ha amado su cuerpo perfecto con su pensamiento.
Y en 1976 llegó la simpatía hacia el diablo a Barcelona. Antes la habíamos saboreado con el engañosamente destruido Lou Reed. Los universales Rolling Stones dieron un recital pasable, pero todos los provincianos volvimos encantados. Tenían que juntarse los rayos, el calor intolerable, la lluvia purificadora, la convicción de que ellos expresaban mejor que nadie el ritmo de la calle, las ganas de dar la bronca y de follar, la inaplazable satisfacción para que todo el personal tuviera orgasmos con el perdurable concierto en el Calderón en 1982. Y años más tarde, el gran jefe Dylan se estrenaba en el campo del Rayo Vallecano. Y el gran cabrón de Van Morrison se esforzó en ser huidizo y pálido con los Chieftains en el Rockódromo. Y el sonido de la resignación y la melancolía, o sea, Miles Davis, se empeñó en dejarnos constancia de que era genial en al menos 10 actuaciones. Y Sinatra también cantó en Madrid.
Sólo faltaba uno de los más grandes. Es más que un músico, que un cantante excepcional, que un showman, que un actor, que un símbolo. Es un estado de ánimo, es el delirio y el analgésico del perdedor, es llenar de belleza el volcán y el desastre cotidiano, es de las cosas más profundas que te pueden ocurrir cuando tienes el hígado roto y el corazón jodido, es el corazón del sábado noche, es el último tren a la ciudad, es las cosas del corazón, es el suelo inmensamente frío, son los halcones nocturnos en el diner, es la chica de Jersey, es noviembre, es el tiempo, es nadie, es la hermosa enfermedad, es la droga que logra establecer una tregua con mis dolores más profundos, es la autodestrucción y la necesidad de vivir, es la autocompasión y el desgarro, es las entrañas de la soledad y del desamparo, es la chulería indefensa y la sensualidad del amanecer, es la necesidad de irse y de quedarse, es la elegía y la obsesión, es un individuo de pinta inquietante y voz incomparable llamado Tom Waits.
Y no puedo ver al más ansiado, al sonido que ha hecho llevaderas mil madrugadas amenazadas por el vértigo, por las sucias salvaciones cotidianas, porque tengo que llenar con intensidad y criterio de palabras, micrófonos y cámaras el trabajo excelentemente pagado de hablar de los otros. Pero no sé cuántas veces he llorado escuchando a Tom Waits, las que he sentido en lo más íntimo la expresividad incomparable de lo que le ha ocurrido tantas veces a mi cuerpo y a mi alma.
Y, por supuesto, detesto al dodecafónico, al sádicamente ruidoso, al borracho estruendoso y al cocainómano abrasivo, al ídolo de modernos en cualquier época.
Yo no soy de ese tipo de admiradores, aunque me haya comportado a veces como un irremediable imbécil. Pero cuando gimes, cuando vomitas en alma y cuerpo, cuando eres lírico, cuando sufres de verdad, cuando el sarcasmo alivia la melancolía, yo le amo, señor Waits.
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