Ocurrió anoche, tarde: leí en La polvera del sur que nos multan a los ciclistas por atravesar la plaza de la catedral. Seguí la pista y me fui a la página de
Me imaginé varias posibilidades. Una, yendo solo y no parando. Lo siempre soñado: una persecución policial por el casco antiguo. Una escena de E.T. posmoderna. A no ser que el poli –no sé por qué pero no me imagino al poli mujer- llevara moto; entonces sí que estaría la cosa jodida. Aún así fantaseo con la posibilidad de darle esquinazo. Otra, yendo con el niño y parando. Acatando la multa y esperando a que acabara para añadir: vaya usted rellenado otro papelito, este por desacato a la autoridad: Hipócrita, lameculos, tiralevitas, zafio, tonto de baba, gilipollas. Me regodeaba en la delectación de la fonética lenta, la pronunciación precisa, el golpe de voz marcando la sílaba tónica: bá-ba, pó-llas…
Hay más opciones, ya lo sé. Las dejo al imaginario colectivo, que no es escaso.
Cuando llegué a casa al mediodía comencé a tramar esto que leéis. Pensé en las veces que he dormido en los bancos de las plazas al amanecer, cansado o borracho, o las dos cosas. Me pregunté si también sería punible.
No es ya la ética
es al menos la estética.
En su ética nunca confié
but manners
manners before murder.
Abro al azar
sabedor eso sí
de lo que busco dónde
y hallo:
RASGOS MARGINALES
Pernocto con viandantes
inermes, con volubles
herederos de la promesa
y preferentemente
con exclaustrados y proscritos.
Nada preguntan, nada
ambicionan, apenas se les ve
cuando se acercan con taimado
ademán de conspiradores.
Descreen de las patrias y los apostolados
y es posible que sean juiciosamente adictos
al primordial honor de la ebriedad.
Sólo me traen
complicidades efusivas y una especie
de intrépida, arrogante
constancia de repudios instintivos.
A ellos les debo el digno hábito
colateral de las desobediencias.
José Manuel Caballero Bonald
Manual de infractores.
Y desde el principio me acordé de las bicis de Julio, claro.
VIETATO INTRODURRE BICICLETTE
En los bancos y casas de comercio de este mundo a nadie le importa un pito que alguien entre con un repollo bajo el brazo, o con un tucán, o soltando de la boca como un piolincito las canciones que me enseñó mi madre, o llevando de la mano un chimpancé con tricota a rayas. Pero apenas una persona entra con una bicicleta se produce un revuelo excesivo, y el vehículo es expulsado con violencia a la calle mientras su propietario recibe admoniciones vehementes de los empleados de la casa.
Para una bicicleta, ente dócil y de conducta modesta, constituye una humillación y una befa la presencia de carteles que la detienen altaneros delante de las bellas puertas de cristales de la ciudad. Se sabe que las bicicletas han tratado por todos los medios de remediar su triste condición social. Pero en absolutamente todos los países de la tierra está prohibido entrar con bicicletas. Algunos agregan: «y perros», lo cual duplica en las bicicletas y en los canes su complejo de inferioridad. Un gato, una liebre, una tortuga, pueden en principio entrar en Bunge & Born o en los estudios de los abogados de la calle San Martín sin ocasionar más que sorpresa, gran encanto entre telefonistas ansiosas o, a lo sumo, una orden al portero para que arroje a los susodichos animales a la calle. Esto último puede suceder pero no es humillante, primero, porque sólo constituye una probabilidad entre muchas, y luego porque nace como efecto de una causa y no de una fría maquinación preestablecida, horrendamente impresa en chapas de bronce o de esmalte, tablas de la ley inexorable que aplastan la sencilla espontaneidad de las bicicletas, seres inocentes. De todas maneras, ¡cuidado, gerentes! También las rosas son ingenuas y dulces, pero quizá sepáis que en una guerra de dos rosas murieron príncipes que eran como rayos negros, cegados por pétalos de sangre. No ocurra que las bicicletas amanezcan un día cubiertas de espinas, que las astas de sus manubrios crezcan y embistan, que acorazadas de furor arremetan en legión contra los cristales de las compañías de seguros y que el día luctuoso se cierre con baja general de acciones, con luto en veinticuatro horas, con duelos despedidos por tarjeta.
Julio Cortázar
Ay Pablo, mal asunto que en tan poco tiempo se me repita el dilema: exilio o magnicidio.
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