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Aquel veinteañero estadounidense de principios del siglo pasado viaja a París con la intención de convertirse en escritor. Un viaje tan iniciático como devoto: de allí eran sus ídolos, aquellos genios a los que parecerse. Veinte años y un objetivo. En un modus operandi que hoy ya no existe, no pocos estadounidenses viajaban y se instalaban en las fuentes de donde manaba su admiración. Francia en concreto, y Europa en general, eran testigos de esta forma de acercamiento y conocimiento.

Walker quería ser Baudelaire. Quería llegar con la escritura donde no se llega con otras vías de expresión, de exploración. Pronto se dio cuenta de que su deseo no alcanzaba para suplir el déficit de talento. No le bastaba el anhelo, sus ansias de alcanzar la cima escrita. Y desfalleció. Cayó cual Ícaro que se acercara a un sol inalcanzable. Autoexigente, no tuvo dudas de que no era capaz de lo que quería y por lo tanto, en una ecuación de una simplicidad tan escalofriante como tramposa, su vida carecía de sentido: si no puedo ser lo que quiero ser, no seré. Así se lo trasmite a un amigo íntimo, escritor. Éste le viene a decir: ojalá pudiera yo trasmitir con mi escritura lo que tú trasmites con tu fotografía. El veinteañero había comenzado sus escarceos con la cámara, pero era ciego a su propio talento.

En las primeras fotografías que se conservan, Walker se fotografía a sí mismo en formato diminuto, borroso, gris, sumido en sombras. La ventana abierta al lado invitando al salto fatal. Pero no saltó, y murió mucho tiempo después dejando un legado inigualable. Explorando como hubiera querido hacerlo con la pluma. Rimando. Guardando métricas imposibles. Haciendo metáforas inauditas. Adelantándose medio siglo bajo el suelo de la ciudad, en el metro. Delatando la hipocresía de su sociedad. Anunciando cambios que sus contemporáneos no avistaron hasta décadas después. Acabó, enfermo ya, pero con la curiosidad intacta, utilizando la Polaroid. Él, que había tildado el color de grosero. La cámara que resume la banalización de la fotografía es objeto de su atención. Y la eleva hasta el sol, aquel que estuvo a punto de matarle cuando quiso alcanzarlo.

El joven que quería escribir y no sabía que lo que le era dado era ver.

Walker Evans en la sala Azca de la Fundación MAPFRE de Madrid. Hasta el 22 de marzo.


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